La Fundación Alejandria rinde homenaje a un colombiano, gran poeta y escritor de literatura infantil, que hoy se ha marchado al mundo maravilloso, que durante años construyó para él, a través de sus poemas y de sus cuentos para niños y niñas. Jairo Anibal nos deja el corazón lleno de palabras mágicas, ha abierto una ventana a otro mundo posible. Su creatividad e imaginación seguirá haciendo soñar a muchos de nuestros niños y niñas.
También aprovecho para contar un recuerdo que hoy con la muerte del poeta llega a mi memoria; Cuando mi hijo tenía entre 8 y 9 años ahorraba dinero de sus onces, para poder ir a comprar a la libreria cuentos infantiles el fín de semana. Le gustaban las aventuras y el misterio. Cuando encontraba un título de Jairo Anibal Niño tenía que decidir cuál se llevaba, siempre escogió lo mejor y se sintió felíz de haber tomado esa decisión. Con Zoro y muchos más, aprendió a leer y los dos tuvimos la oportunidad de enseñar a leer a otros pequeños, que tenían dificultades de aprendizaje.
Buen viaje amigo. Gracias por enseñarnos a soñar y llenar de magia nuestras vidas!!
La Fundación Alejandría ha seleccionado este cuento, escrito hace más de 20 años por Jairo Anibal Niño y publicado por el periódico El espectador en un Magazín Dominical. El nos enseñó a describir y querer nuestra hermosa tierra Colombiana, en donde la esperanza muere y renace cada día.
“Sembrando Canciones” (Jairo Anibal Niño)
En las cercanías de Tolú (Departamento de Sucre, Colombia), hace muchos años, existió un árbol que por los meses de abril y mayo se llenaba de cientos de frutos de forma esferoide, cristalinos, y olorosos a agua florida. Cada fruto tenía por dentro un par de peces de color azul.
Un día pasó cerca de ese lugar una niña que se llamaba María Padilla. El árbol, en medio de un bosquecillo de uvas de monte, parecía una inmensa camisa de seda que alguien hubiera puesto a secar al sol.
Cuando la niña entró en la fresca sombra de color ámbar del árbol, uno de los frutos cayó a la tierra, y salieron saltando los dos pececitos.
La niña se quedó sin ningún movimiento a causa del asombro. Su sorpresa fue mayor cuando se dio cuenta que los peces hablaban. El único defecto que tenían era que las palabras terminaban en una sucesión de ecos como si fueran burbujas.
-Hemos tenido suerte, dijo un pez.
-Mucha suerte, afirmó el otro.
-Por qué?, preguntó la niña.
El pez que había hablado primero, dijo: cada cien años cae a tierra uno de los frutos de este árbol. Si al ocurrir ese hecho, hay un niño(a) cerca, la pareja de pececillos se salvará porque esa persona los llevará hasta el mar.
El pez que había hablado en segundo término, exclamó: Tiene que ser un niño(a) porque los adultos no nos pueden ver.
La niña contempló los cientos de frutos transparentes llenos de peces, y dijo: ¿Y ellos? El pez que había hablado primero, contestó: Dentro de poco tiempo, todos esos frutos abren sus cáscaras, y los peces se evaporan y suben al espacio. Arriba en lo alto del aire, hay un mar muy grande, un océano de nubes donde navegan pueblos enteros de peces de viento.
El pez que había hablado en segundo término, dijo: si nos llevas al mar, nosotros con el paso de los años nos vamos a convertir en un par de islas maravillosas, donde algunas personas de corazón limpio encontrarán la felicidad.
El pez que había hablado primero, exclamó: Tiene que apurarse. No podemos permanecer mucho tiempo a la intemperie.
María Padilla los acomodó en el fondo de un canasto que había llevado para recoger frutas silvestres, y corrió hacia el mar. Cuando llegó a la playa no se detuvo sino que se metió en el agua y delicadamente hundió su canasto entre las olas. Los peces se alejaron y la niña creyó oír un canto, pero como si la música saliera de una boca de vidrio.
Al llegar a su casa, María le contó a sus padres lo que le había sucedido. Ellos la escucharon con atención y no dijeron una sola palabra. Solamente sonrieron.
Al otro día la niña notó que había algo en el fondo del canasto.
–Parecen semillas, dijo el padre.
–¿Semillas?, preguntó la madre.
–Sí; y son muy raras. Jamás había visto nada parecido y eso que soy un campesino que se precia de conocer las cosas de la tierra.
–¿Y qué vamos a hacer con ellas?, preguntó la madre.
–Sembrarlas, dijo María.
El padre exclamó: ¿Y dónde? Somos muy pobres y sólo tenemos una parcela que aduras penas nos da para comer.
- Hay que hacerlo, insistió la niña.
El hombre por complacer a su hija las sembró, y a los pocos días salieron unos brotes de color turquí. Cuentan que la familia tuvo que luchar durante varios años para preservar el cultivo, porque resultaron ser unos árboles muy delicados y de crecimiento lento. Pero al final sus esfuerzos fueron recompensados por la presencia del bosque más bello del mundo.
La alegría de la familia Padilla no tuvo límites cuando recogió su primera cosecha. Los frutos de un árbol eran copas, vasos, pocillos y platos, de cristal y porcelana. Otro dio dulces de ajonjolí y alegrías de coco y anís. Uno de hojas de vario-pintas se cubrió de guayaberas bordadas. Otro dio sombreros voltiaos, borsalinos y jipijapas. Varios frutecieron con vestidos estampados para mujer, y pantalones y camisas de color blanco para los hombres. Dos o tres dieron lámparas de aceite. Uno de follaje tornasol dio muchos nidos y dentro de cada nido había albarcas, zapatillas de charol, botas y zapatos capricho. Otro produjo hamacas. Uno muy alto dio unos frutos que eran mitad tabacos y mitad fósforos de palo. Había uno muy hermoso que en cada cosecha daba cincuenta redes de pescar.
Pero a María Padilla el que más le gustó fue un árbol de frutos muy brillantes y con una pulpa perfumada que tenía la virtud de ser inolvidable. Ese árbol, siempre, en cualquier época del año, estaba cargado de canciones.
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