jueves, agosto 10, 2006

Estás seguro? ...amas el bosque?

La Fundación Alejandría comprometida con la protección de los bosques, herencia de nuestros niños, jóvenes y ancianos, desea compartir esta hermosa historia.Te invitamos a sembrar un árbol, cuidar las fuentes de Agua y reciclar en casa.

“Amor Por el Bosque” (Mario Benedetti)

Había una vez un bosque lleno de trastos viejos y florecillas nuevas, entre los que inconscientemente cantaban alegres, corrían, volaban, saltaban o simplemente transitaban, sus habitantes naturales: gorriones, bichitos de San Antonio, mulitas, zorrillas, liebres, perdices, ranas, cotorras, picaflores, etc. Las relaciones zoociológicas eran relativamente buenas.Después de cada lluvia los hongos nacían como hongos, y eso daba abúndate motivo para los cantos, graznidos, cotorreos, mugidos, rebuznos y otros medios de comunicación de masas.

Las funciones diplomáticas eran atendidas por las golondrinas, los golondrinos y los golondrinitos ya que, como es sabido, una bien fundada tradición (que se transmite de padres a hijos, de tatarabuelos a choznos) impone que las relaciones exteriores sean ejercidas por esta sacrificada familia de los hirundinidos, notable por su vuelo gracioso y sus emigraciones regulares e irregulares. Después de cada congreso internacional de pájaros paseriformes, su pico corto y hendido les bastaba para traer policromos contrabanditos que depositaban en la horizontal propiedad de sus nidos.

Las flores eran vulgares y silvestres pero por lo menos nadie las pisoteaba. Con su zamba de una sola nota, las insistentes ranas llenaban la noche. Eran verdaderamente llenadoras. En épocas de relativa escasez, los animales mayores corrían la liebre, pero cuando la escasez era más grave hasta las liebres corrían la liebre.Sin embargo, y pese a todas las dificultades de la vida salvaje, aquel era un bosque feliz. Naturalmente, había objeciones contra la tozudez de las mulitas, la difamación curvilínea de las cotorras, a la ronca sapiencia de los sapos. Pero después de todo, un picaflor tenía casi los mismos derechos que un yacaré: la única diferencia estaba en la dentadura. Todos estaban autorizados a ver el cielo que aparecía entre las ramas, y cuando las calandrias cantaban el himno del bosque, los pinos se quitaban respetuosamente las capas y todos los árboles lo escuchaban de pie.

Por supuesto, un bosque es un conjunto de árboles y matas. Pero en él todo marcha mucho mejor cuando se arbola que cuando se mata. Esto no pareció importarle demasiado a un hombrecito, ceñudo y sañudo, que apareció en el bosque una mañana gris. De entrada, miró con resentimiento a arbustos y alimañas. Como anticipo, pisoteó un escarabajo y le arrancó lentamente las alas a una mariposa.

Al día siguiente vino con otros hombrecitos, igualmente ceñudos y sañudos, acompañados de extraños instrumentos, herramientas y maquinarias. Durante dos o tres semanas indiferente a las más hondas aspiraciones de la flora y de la fauna, taló y taló. No dejó un solo árbol en pié. Los animales y animalitos que por algún azar lograron sobrevivir a la hecatombe, pasado el estupor inicial huyeron despavoridos.

Por fin el hombrecito hizo cargar todos los troncos en enormes camiones. Sólo una tortuga quedó, por razones obvias, para presenciar esta última operación. Por lo tanto, fue ella el único testigo de un extraño gesto: el hombrecito desenrolló un gran cartel y lo colocó en el primero de los camiones. Como la tortuga era analfabeta no pudo enterarse del texto del letrero: “Yo quiero a mi bosque, ¿y usted?"